Sueños dormidos.
Soñaba de niño que el mundo lo dibujaba alguien, y yo, no
era más que un monigote rupestre con sonrisa pintada a trazos de lápices de
colores. Y mi casa, una calabaza de ojos azules con coleta de humo saliendo de
su chimenea, en el lindero, un sendero de algodón peinado y a la vera de éste,
discurre un río de plata, justo donde sesea el torrente, un pontón y bajo él,
una gavilla de peces con ojos saltones ríen la última zacatúa del meloncillo
Zorrín.
En aquel valle de yerba verde recién pintada con Alpinos,
una pandilla de niños juega al pilla-pilla, y mi recuerdo le pone cruces al
cielo celeste con rayones de mina gastada: los gavilanes, las golondrinas, los
gorriones. En lo alto de una enhiesta torre de iglesia, dos cigüeñas crotorean,
mientras a ras de tierra revolotean mariposas y libélulas sobre un tapiz de
flores blancas, amarillas y rojas.
Hasta soñé de chico que escuchaba las campanas dar la media
de la una. Recuerdo haber soñado, o es ahora que sueño un recuerdo olvidado, el
caso es que rememoro el chup-chup ferroviario de una Magefesa entrando en la
Estación del Garbanzo, y también la algarabía de una bandada de niños, que
gritan en El Llano jugando al balón. Reverbera en mi oído, fundido con luz
blanca, el eco añejo y sin telarañas de una madre que llama a Manolito asomada
a una ventada con geranios -¡A comer Nolito, a comeeer!-.
Yo entraba en casa a todo meter, del mismo modo que vivía,
corriendo. Mi padre mira a través del cristal de una ventana cómo se derrite la
última nieve de las montañas. Mi hermana gatea como un tejoncillo pasillo
arriba. En la cocina, trastea mi madre dentro de un puchero con cicatrices. En
la solana de madera, al sol de un febrero bisiestohay una jaula de mimbre, dentro
zipi y zape, mis dos canarios, gorgojean como castrati de bosque.
Ernesto. 2.017.
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