martes, 24 de enero de 2017

Sueños dormidos.




                                                              Sueños dormidos.


Soñaba de niño que el mundo lo dibujaba alguien, y yo, no era más que un monigote rupestre con sonrisa pintada a trazos de lápices de colores. Y mi casa, una calabaza de ojos azules con coleta de humo saliendo de su chimenea, en el lindero, un sendero de algodón peinado y a la vera de éste, discurre un río de plata, justo donde sesea el torrente, un pontón y bajo él, una gavilla de peces con ojos saltones ríen la última zacatúa del meloncillo Zorrín.
En aquel valle de yerba verde recién pintada con Alpinos, una pandilla de niños juega al pilla-pilla, y mi recuerdo le pone cruces al cielo celeste con rayones de mina gastada: los gavilanes, las golondrinas, los gorriones. En lo alto de una enhiesta torre de iglesia, dos cigüeñas crotorean, mientras a ras de tierra revolotean mariposas y libélulas sobre un tapiz de flores blancas, amarillas y rojas.
Hasta soñé de chico que escuchaba las campanas dar la media de la una. Recuerdo haber soñado, o es ahora que sueño un recuerdo olvidado, el caso es que rememoro el chup-chup ferroviario de una Magefesa entrando en la Estación del Garbanzo, y también la algarabía de una bandada de niños, que gritan en El Llano jugando al balón. Reverbera en mi oído, fundido con luz blanca, el eco añejo y sin telarañas de una madre que llama a Manolito asomada a una ventada con geranios -¡A comer Nolito, a comeeer!-.
Yo entraba en casa a todo meter, del mismo modo que vivía, corriendo. Mi padre mira a través del cristal de una ventana cómo se derrite la última nieve de las montañas. Mi hermana gatea como un tejoncillo pasillo arriba. En la cocina, trastea mi madre dentro de un puchero con cicatrices. En la solana de madera, al sol de un febrero bisiestohay una jaula de mimbre, dentro zipi y zape, mis dos canarios, gorgojean como castrati de bosque.


Ernesto. 2.017.

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