Relato prieto
de un miércoles de caminata.
Caminar un miércoles cualquiera, desde la tostada
sacramentada del alba hasta el solaz de la plaza del pueblo olvidado por todos,
con casas de piel pétrea y áspera, hundido bajo sus calles por siglos de vidas que
le pesan, que le empujan al olvido cruel de esta tierra avara. Casas con raíces
umbrosas que serpentean para alcanzar un camposanto encalado en lo alto de una
loma caballera.
Pasos sonámbulos que te llevan cuando estás perdido hasta
unos guarrapos que se asean desnudos, sin pudor, en una pocilga bermeja y que
te miran queriéndote decir: “-¡Eh, ven, ven aquí a nuestra alberca antes de que
aparezca el celoso porquero-“.
Sierra de dientes gastados con mellas de canteras a cielo
abierto, sendas desmemoriadas que te esperan desde hace no se sabe cuánto
tiempo. Arroyos de sudor, torrentes de agua que brincan sobre peñas romas que
abren cuencas de ojos pétreos en rocas estoicas, dispuestas a servir siempre,
orgullosas de ver la vida pasar corriente abajo hasta un mar que les han
contado que es infinito y que está lleno de criaturas. Océano añil y turquesa que
se mueve con vaivén de olas peinado por alcatraces que le ponen cruces de
sombra a su inmensidad. Sueña un guijarro por descansar en el lecho marino y que
es tan salado como la saliva de una yegua, le ha dicho un sapo de cuento.
Perros callejeros que anhelan alguien a quién ladrar, y que,
mueven la cola con compás de metrónomo, acompasado al paso de los caminantes.
Heridas abiertas en la tierra, erosionada y descarnada con
soriasis de arena, erial calcinado que fecundan las retamas, el romero, las
escobas, los fresnos y los madroños. Y dónde rezuman perlas de rocío, en el verdín del musgo. Los
chopos y alisos sustentan el palio umbrío de una garganta preferida y
recóndita, oscura y sinuosa como una mala mujer. En la joroba de estas montañas
montan guardia alcornoques centinelas, uniformados con sus chaparreras rojizas,
de corcha robada, que disparan con los dedos de sus ramas bellotas a una piara
de cochinos de montanera devotos todos de San Antón que gruñen cobijados a su
sombra, y se encomiendan sin fe a un hábil matarife.
Fuentes con dos caños que cierran su aliento de acequia, de
venero de donde nace, a los forasteros perdidos y sedientos todos, los miércoles,
por orden de un munícipe ahíto. Puertas atrancadas en calles desiertas,
aldeanos que se esconden en alcobas frías como pies de santo o en salitas
caldeadas por braseros de picón de encina, y que sólo saben que mañana será
jueves, y nada más. Entonces, abrirá el Bar del Gordo para despachar vino de
pitarra y aguardiente de castaña a estos hombres desgastados por el terreno.
Llegarán allí sin prisa, cheposos, tras el trasiego de su faena, con olor a
ganado, con aroma de panal abierto, con aliento de tabaco negro, y entonces, un
zumbido de colmena llenará la tasca hasta el toque de queda de sus parientas;
glosarán sin partitura, como siempre, el atlas de las nubes del cielo, la sed
de la era, la berrea, el desahucio tardío de la huerta, el vicio promiscuo ogaño
de las tomateras, la siembra que espera, y la corchera, las realas y los bichos
de siete puntas.
Hilera de voluntades cuesta arriba. Juanetes con apodos que
gritan dolor después de una eternidad de pasos. Pero, llegaron, los caminadores
arribaron , a un devenir no escrito por nadie, inédito, de un miércoles de
caminata que apaga sus luces del día y alumbra una luna nariguda en la mejilla
de una laguna paciente y preñada de tencas, bajo la mirada con pecas de un
firmamento estrellado. Llegaron atribulados, exhaustos y hambrientos cuatro
penitentes de voto intermitente, y lo hicieron con el regusto de un cochinillo
al horno tan real como la regurgitación de un recuerdo prestado.
Nemo.
Arroyo
Malo.
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