Andamos más que
caminamos esta jornada, cruzamos valles, aldeas, ríos de aguas alegres y frescas,
y sin aviso, nos alcanzó la noche fría, al trío y a dos recias teutonas que nos
rogaron les diéramos escolta hasta llegar a Iruña donde les esperaba la suya,
impuesta por sus esposos mercaderes de sedas. No vimos inconveniente en ello.
Prendimos una lumbre y alrededor los cinco yantamos las viandas. Lo bebido fue
cosa de Agnes y Greta, la cantidad un condominio de cinco. Ellas nos animaron a
sorber aquello que llamaban kirsch en la Selva Negra de donde venían, nos animamos
todos tanto con el licor de guindas que todos cantamos alguna tonada: ellas una
canción de cuna hermosa y triste; Yo, una salmodia bella, de estribillo dulce
que cantamos todos a coro; Broegantino, una cantiga popular “O andar miudiño”
con la que todos acabamos cogidos de los hombros y en comunión profana.
Cansados todos, nos arrellanamos entorno al fuego y Maese Nemosio nos tocó y
cantó acompañado de su vihuela un romance que afirmó haber compuesto él, y me
atrevo a decir yo que es biográfico. Su título “El Búcaro de la dama” y su letra
tal, solácense Vuestras Mercedes:
El búcaro de la dama.
Moza que a la Fontana
de Alconétar va
a llenar de ópalos de agua
la damajuana de su ama
y su búcaro húmedo,
no halló allí si no dos caños:
vierte venero de sierra el uno,
y el otro de carne sin hueso
es de escudero
con bozo lampiño.
El paje, con industria
y descaro, llenó la su escudilla,
los labios, de contento
y dióle gozo luego.
¡Suspiros que se lleva el arroyo!
¡Sueños que sueñan otros!
Tarde la dejó el mozo
sonrosada la flor de su seno
desarbolado,
el tocado
¿Y de dicha? Ahíta.
¡Suspiros que te trae el sueño!
¡Arroyo del
deseo!
Oró la dama un Avemaría
mientras da
botón
a sus ojales abiertos,
(cuentas castas de corpiño prieto)
y constricción de alcoba
más que de cielo raso, pero bueno.
Silba el muchacho
cuando se va un son
heredad de su señor
(menos Jimeno que Don Juan).
Tal, como aquel amanecer de espadas
que socorro le prestó
frente al iracundo enojo
de un hidalgo con dos cuernos
dambos, a cuatro manos,
siervo y dueño,
marcaron
al cabestro
el amargo hierro
de la divisa de los cuatreros.
¡Suspiros que lleva el arroyo!
¡Sueños robados por otros!
Y,
la doncella anhela
la doncella anhela
aprender de rabo a
cabo
(todo y vero, aquel cancionero).
Hoy tan bien tañido
¡Con tanto deleite sentido!
Por las cuerdas tensas de sus tendones,
de su roseta a los codos,
de la escápula al pipierno.
¡Sueño que murmura un arroyo!
¡Suspiros de anhelos!
Feriado
o de diario
jura la cortesana, por su fuero,
prestar en adelante su traste,
su puente y el clavijero
su puente y el clavijero
a este perito tan experto,
para un solo o para un concierto
de lira, clavicordio y pandero,
y flauta de tres agujeros.
¡Suspiros
que lleva el arroyo!
¡Arroyo de anhelos!
Maese Nemosio.
Cierto y obsequioso
resultó el Romance Liberto, que de tal guisa lo nombró Nemosio, glosó el porqué
mientras daba compostura al clavijero: su caprichosa y rebelde métrica. Con
soltura trovadoresca de bardo lo entonó, y yo diría que con punto y medio de
virtud de violero cortesano tañó la viola Maese Nemosio que musicó el romance.
La compañía se deleitó sobremanera (para mí que este caminante insondable tiene
tanto pasado como una civilización perdida). Al concluir, requiebros y
reverencias.
La conversación se
alargó, tendió al susurro, tumbados todos, y embozados en los camastros con
placer cumplido. Agnes alegó, tímidamente, con un murmullo, que debía
aliviarse, se alejó del improvisado campamento, caminó despacio, alejóse. Le
siguió inmediatamente el músico, sin prédica ninguna, creo que con interés
sacramental. La noche refrescaba y la luna se ocultaba de vez en cuando tras
las celosías de las nubes como retales de trapos rasgados.
Volvieron dambos,
pasado un buen rato, juntos, cogidos de la mano, en silencio cómplice, yo aún
no me había dormido, los demás roncaban vahos de alcohol al diapasón de una
lechuza insomne. El Flamear del fuego vivo, dibujó dos rostros satisfechos, con
la sonrisa liviana de quien ha comulgado en la eucaristía más antigua y humana:
la de la carne entre hombre y mujer. Amén.
Cayeron goterones
de lluvia de una tormenta remisa, que esparcieron ese aroma a tierra húmeda y
fértil que tanto me gusta, mientras, ella, acomodóse junto a Greta, y él, junto
a Breogantino. Todos alrededor del fuego cerramos el círculo dibujado por la
Fortuna en la tierra, en el campo de Villava, merindad de Pamplona, a tres
leguas de su puente con seis ojos, en aquella jornada de camino larga e
inolvidable.
A 12 de Pradial, del año 7 después de la
Revelación de Nuestro Señor Miliario Estilita.
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