Islas
Desventuradas-.
Jairo Aristizábal tiraba la
penúltima nasa de madera de maqui a poniente, a diez metros una balsa
desarbolada, amontonaba en su espalda garrafas, ropa, cuerdas, lonas, bultos,
aperos todos y propios de una tribulación alrededor de un sumidero; lentamente,
ajena e inerte se le acerca a la barca. Grita -¡Auro, Auro, mira esto!-. El
viejo iza la mirada llena de callos, sin gestos guía su bote hacia el de Jairo.
Suena ronco el golpe primero, luego como si se conocieran, la barca de Auro y
el flotante extraño se besan sin despegar sus labios. Se miran los pescadores
de langosta. Silencio. Tiempo que parece espacio.
En el abordaje, el viejo como
quien pisa un cementerio, mira, toca, con el respeto de un converso. Escombrera
de una existencia. En el centro, una caseta de ramas, como de perro, bajareque
sin barro impermeabilizado con plásticos. De rodillas, lento, acerca la cara a
la boca del cubil. Pupilas dilatadas, gesto de yeso. Un cuerpo de hombre
envuelto en plástico con la cabeza al fondo siguiendo el balanceo de las olas,
sin tensión, abandonado por su dueño.
Después, al que creían un
demacrado muerto, le salió un lamento.
A prisa, dando bandazos de
borracho por el orujo de la mar salada, acarrean Auro y Jairo el osario con
pellejo. Les parece que se le va a desmembrar el esqueleto al resucitado. Entre
todos, acomodaron al inconsciente, náufrago por dos veces, en el camarote del
capitán Pacífico York a bordo del “Lobo de mar”. Amaranto, el cocinero, hizo de
Sor Socorro, desnudó y lavó con mimo hospitalario al maniquí; le vistió con su
propia muda de los domingos, como se amortaja a un amigo. Finalmente le acunó
en el catre espartano, y abriéndole los sajados labios le dio unos chupitos de
caldo de gallina caliente. Entre puchero y cacerola giraba visita al yacente. –¡Ahorra
para morirse, este inconsciente!-, murmuró.
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