domingo, 26 de marzo de 2017

El náufrago XVI. (Final del primer tercio).




                                                                                                                San Borondón-.


Después de un silencio oceánico, una inspiración profunda, como de pozo. Habla lentamente Auro, con voz cavernosa, deja que se oiga la reverberación de cada palabra para decir --“Hace mucho tiempo, tanto… antes de que murieran, a cientos, cada día, los lobos de dos pelos a manos de nuestros abuelos. Antes del furtivo robo de guano, que ahora fecunda tierras yermas del ajeno norte minero. Antes incluso de que el anacoreta Pablo llenara su islote de pendones, banderas, banderolas y banderines que tremolaban al viento versos místicos de Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz impresos con su propia sangre. Antes, sí, de la desdicha del marinero contrabandista, abandonado por su cruel capitán en una isla desierta del profundo sur, donde murió años después, emponzoñado por la sangre de los piqueros que le mantenía vivo. Antes, tanto hace…que pocos tienen algún recuerdo…un marino, Abad de un barco, navegó siete años por el océano con la compaña de catorce monjes y tres advenedizos, buscaba con denuedo el paraíso terrenal en medio del mar. Conoció a Jasconius, del que todos habéis oído hablar, el pez gigante, del que dijo no ser tan fiero, sólo que el despecho por una sirena esquiva, le daba brotes de ira. Brandan el Abad, que es de quien os hablo, esquivó monstruos marinos con plegarias y ceñidas de buen navegante. Cuentan que un día en medio de una mar plana, desvanecida una espesa niebla, encontró una isla, que luego en su memoria llamarón de San Borondón,  pie en tierra quiso dar misa y evangelizar a sus criaturas paganas, condenadas por la ignorancia de su Dios, así hizo. Partió para seguir su periplo, y dejó en esa ínsula como en un campo de Eliseo, las almas de los héroes y los hombres virtuosos para que moren hasta el fin de los tiempos. A voluntad no levantó carta náutica que la localice. Así, y desde entonces, muchos han vagado por la mar océana buscando la isla errante, la que dicen sólo se la aparece  a algunos; nace y muere, esta isla fantasma y huida, tras la niebla. Han llegado a decir que es una gigantesca ballena dormida a la deriva. Lo cierto, es que de cuando en cuando alguien la ve, y luego desaparece. Es la Isla de San Borondón, la isla errante, la “non trubada”, Sandy Island, la isla fantasma. Por lo que dices, Unno, esa puede ser tu isla--”.



Todos escuchamos expectantes el extraño relato. Al acabar, paralizados, miramos al viejo, dejamos correr el tiempo, nadie dice nada, el tiempo crece y Auro levanta la mirada húmeda, llena de años, cruza un gesto con Pacífico y salen juntos en silencio, camino de la cubierta. Huérfanos de ruido, tose Jairo, se rasca el niño Lito la mollera, Amaranto hace pucheros, Pancho manufactura un silencio tamaño XXXL de la planta de tallas grandes, y el “Lobo de mar” cruje sus cuadernas, al marcar los tres pasos del merengue que baila con olas de tres metros.


                                                                                                   FIN PRIMERA PARTE.

Nemónides.

sábado, 25 de marzo de 2017

Cambalache.

La puerta del campo.

Capricho.


Monigotes.


Atardecer en poniente.

Autor.

Galope.

Vaso de naranja.

A partir una bellota.

Cáceres.

Venero.

Primero, el árbol.

La cuca.

Barreños del Alcor.

Columnas de la noche.

La Caleta. Cádiz.

Sombra de caminantes.

                Fotografías: Markus Lieben.






sábado, 18 de marzo de 2017

Primavera.

Primavera.


Ella, cada año pinta de verde nacido las praderas, enmoqueta las cunetas con grama, canónigos bautizados por el hisopo del rocío y verdolagas de pasado porcino y futuro vegano, hace brotar en las comisuras de las sierras veneros infinitivos de agua gélida, sin declinar aún. En los botones de los impacientes frutales engendra la cosecha latente. A ras de tierra, colorea como un niño el ejército de flores multicolores; además, tornea en mármol rosa de Carrara arrobas de magra carne que las mujeres enseñan ahora, después de meses enclaustrada tras gruesos tejidos de abrigo, con cinco candados de ojales ciegos, y llenos, que siempre se alinean en el lado izquierdo, el del corazón, y que están dispuestos como un sistema planetario simétrico, de modista del Universo.
Y más, ella, ilumina los rostros de sonrisas recién reídas, mientras el cielo añil aborrega piaras de nubes correderas, sopladas hacia el horizonte nítido por el viento, camino de los corrales con cerca en las montañas coronadas de nieve.
Ante mí, un océano de tierra con ejércitos de olivos en formación militar. Tierra desnuda y bermeja peinada con vertederas de disco hasta la linde de una acequia de tornas ahora cerradas a la espera de que se agoste el terreno, entonces,  sediento abrevará de su caño caprichoso. Tras las dehesas estampadas con encinas y alcornoques hay acantilados de riscos pétreos, simas, cañones, abiertos por arroyos y torrenteras que rompen agua del deshielo, son cicatrices abiertas en la carne de la tierra. El aliento del páramo atusa el bozo de los ralos bosques de galería, mece la mies tierna aún en el moisés de su espiga siempre con vaivén de olas, y arremolina o dispersa este heraldo de aire, un caos inabarcable de pelusas de chopo desde los pies de las cercas de piedra hasta la rivera de los ríos preñados de peces contra corriente. Mientras, a los sarmientos les salen dedos y antebrazos famélicos que cuentan los días para una vendimia  de vino alegre y joven.
Huele a limpio, a nuevo, a aire no respirado, a campo abierto y fértil. Es primavera.


        Nemoski-16.




El náufrago XV.



                                                                                                       De cuerpo presente-.

El “Lobo de mar” y su tripulación de cinco hombres y medio hacían la campaña de la langosta en las Islas Desventuradas, anclados al socaire de un gigantesco acantilado de cien metros en la Isla de San Ambrosio; venían como todos los años desde la isla de Robinson Crusoe a aquella inaccesible, inhóspita y desierta isla. Cumplida la faena volvían con las bodegas llenas de grandes crustáceos, el alma cicatrizada por la soledad del paraje y los oídos sordos de escuchar sólo al viento, el bramar de la mar y el susurro de sus conciencias.
Vuelvo en sí, pero como si no. De fuerzas, nada, sólo para balbucear. Apenas les digo mi nombre y el del infausto paquebote, y todo es una estampida de exclamaciones, opiniones de unos y otros pisándose las palabras a voces. Uniendo con hilo de paciencia trozos de conversación atropellada sé del inexplicable naufragio en los Bajíos del Portugués, del salvamento por pesqueros españoles y chilenos de todo el pasaje excepto un topógrafo siciliano desaparecido y el capitán del barco, que fue visto por última vez por su segundo camino del puente creyendo finalizada la evacuación. Ahí, yo siento dolor, claro.
La Armada chilena estuvo buscando a los desaparecidos “Dead or alive” durante diez días sin la recompensa de encontrarlos. La prensa nacional primero y la local después informó del extraño accidente, de la actitud contradictoria del patrón; incluso glosó una maraña de relaciones directas e indirectas de la Naviera Marejada propiedad de un tipo peligroso, mandamás gringo, moteado Fat Dog, cuarto y mitad de empresario, un tercio de político, medio mecenas cultureta, es decir, un integro hijo de la gran puta hampón al decir de todos.
La naviera formaba parte de un grupo empresarial, “Rich & Cobre”, relacionado, con la naturalidad impostora que da la plata, con el poder político regional, el empresariado y los bajos fondos. Así asocio, eso sí mentalmente, por ser la fórmula más barata para las pocas fuerzas de que dispongo en cuenta, lo escuchado con lo compuesto por mí en el usufructo del famoso Método Alzhéimer de Investigación, sobre la nominada S.A.C.  rebautizada ahora como Rich & Cobre. 
Ceno caliente y empiezo a sentir que tengo cuatro miembros, un ponente y un botones, contando los entumecidos remos, la palabra trémula y el pequeño dispensador multifunción tipo botón de la entrepierna.
Pacífico y Auro deciden cómo proceder: dar cuenta por radio de mí a la Base Naval y Aérea de la Armada chilena en la vecina isla de San Félix, y mañana, acabada la jornada poner rumbo con el “Lobo de mar” hasta allá, distante unas 21 millas y dejarme algo más recuperado en ese partidero de milicos confinados.
Cae la noche, reunidos como en una lección de anatomía, café o mate en mano, el ceviche en el buche, me preguntan una y otra vez por el lugar donde he estado. Les describo mi “archipiélago gulag trubado”, su entorno y algunas de mis vicisitudes durante más de 400 días. Se miran como quien no entiende. Descartan su casa, el archipiélago de Juan Fernández, el de Sala y Gómez, la Isla de Pascua, Chiloé, Guamblin, Guayaneco y las Islas Galápagos; en todas, incluso en los islotes, la Armada Chilena había buscado sin resultado.

Nemo.




viernes, 10 de marzo de 2017

El rulo de un caracol soltero.




                     El rulo de un caracol soltero.


-¡Llego tarde!
¡Qué tarde llego!-
al principio del cuento:
érase que se era, un conejo
que se apresura para no acabar, muerto
saeteado por el minutero
de un reloj, ajeno.
Es de la Reina, su Heraldo
y ella, su oscuro deseo
para todos, un naipe más de su ejército
que guarda el onírico reino
de este delirante, sueño.


Dicen que mató al Mar Muerto
con sus propios dedos
para que estuviera quieto
-No lo creo-
Cierto,
que en una barca de piedra llegó a puerto
exhausto, sin remos
y sin que los dioses
le dieran su aliento.


Sin querer queriendo pasó
de saltamontes a chavo
y de ahí a octavo pasajero
¡A Chapulín ha llegado
con tan poco presupuesto!


Guardián
de un campo de centeno
adelanta su pulso
un ladrón de melocotoneros
y en medio de la era, quieto
con carnes de heno
sus jirones de tela dibujan el viento,
gritos hechos de garabatos
que ahuyentan el festín de los cuervos.
Sus dedos de madera de avellano
sienten la gratitud del grano,
su tallo, caricias sopladas por el solano.
De todo lo que cobija su cielo, es el dueño
este guardián del centeno.


Durante años, padre soltero.
Gambeteó bachatas, un tiempo:
metió rodilla bajo polleras
con dobladillo de muslamen bajo,
siempre
como un Tony Manero del Cerro.
Ahora, fantero
de piel naranja y de reses sin cencerro
que dispara su nueve parabellum
sin miramiento.
Y se le arruga el pellejo
si pierde chicha,
si le truena la nube de aquel secreto.

Markus Lieben.


sábado, 4 de marzo de 2017

Celemonio il bello.



Celemonio.


Leviatán de agua dulce
capturado a trasmayo
en el inframundo
por una náyade,
ella, a base de dones
muta el demonio potómano
en en doméstico sátiro
y al cabo,
en manantial de aguas salobres
que curan el mal
de la hiel negra.


Levantador de peso muerto
animal herido
de gesto fiero.
Condotiero
de vista corta
con más cara
que espada.


Nocturno pescador de bajura,
con mosca de tinto.
El rastrillo de sus dedos
airean almejas de entrepierna
en cualquier alberca.


Gasta un celemín de cabeza,
que descansa,
en las noches de ronda
en el mullido espacio entrelíneas
de un modelo dos de instancia.
Duerme, sin clemencia,
y se abriga
con el abrazo de sus propios dedos.


Probador federado
de camisas entalladas de siete varas
a cinco ojales,
entre tinieblas.
Ladrón de agua salada,
contrabandista de aire usado,
atracador, bandido
de endecasílabos.
Cura sus heridas
con alcohol de quemar recuerdos.
Planea una huida
por peteneras
que aleje el pasado
cuarenta leguas.


De madrugada camina
al traspiés de un bolapié
por una calle torcida,  
en una esquina
ladra a la luna un perro,
una farola le parpadea
y él, se arrima al chorro de luz,
y a su vera, sueña,
como el náufrago con su palmera,
él con su Eva.


Miembro,
con numen escaleno,
del club de los poetas feos.
Tío carnal del deseo,
hermano bastardo
de su pueblo.
Aliña ensaladas
con dos tenazas de cinco dedos
en una pecera de dos brazas
donde nadan canónigos apóstatas
y de la que sólo deja los restos
de dos pa’luego
y la grasa de su recuerdo.


Se pregunta con su lupa
de ver de lejos en los dedos:
¿para qué sirve un bidé?
¿por qué los francos no son sinceros?
¿Y si la evolución perdió una erre
por qué yo copulo gazapos tan húmedos?
Barruntos de lo que no se enseña
en los Liceos.
Es mi maestro
que no tiene cartilla, ni autor
ni Cristo que lo fundó.
Es mi  Centauro, mi Leviatán,
que declama versos
mientras te deshace la cama.
--pregunten sino a sus amigos—
cómo le levanta a cualquiera
una mina,
sin un gesto.


Nemosio de Verdeo.

Frases y cosas.


"Es tiempo de andar descalzo, y la tierra que me ha entrar en los zapatos, ya la llevo yo en los bolsillos".

Markus Lieben-15.


"Aprendí matemáticas restando tus lunares de los míos".

Nemónides-15.

El náufrago-XIV.

                                                                                                    

  Islas Desventuradas-.


Jairo Aristizábal tiraba la penúltima nasa de madera de maqui a poniente, a diez metros una balsa desarbolada, amontonaba en su espalda garrafas, ropa, cuerdas, lonas, bultos, aperos todos y propios de una tribulación alrededor de un sumidero; lentamente, ajena e inerte se le acerca a la barca. Grita -¡Auro, Auro, mira esto!-. El viejo iza la mirada llena de callos, sin gestos guía su bote hacia el de Jairo. Suena ronco el golpe primero, luego como si se conocieran, la barca de Auro y el flotante extraño se besan sin despegar sus labios. Se miran los pescadores de langosta. Silencio. Tiempo que parece espacio.
En el abordaje, el viejo como quien pisa un cementerio, mira, toca, con el respeto de un converso. Escombrera de una existencia. En el centro, una caseta de ramas, como de perro, bajareque sin barro impermeabilizado con plásticos. De rodillas, lento, acerca la cara a la boca del cubil. Pupilas dilatadas, gesto de yeso. Un cuerpo de hombre envuelto en plástico con la cabeza al fondo siguiendo el balanceo de las olas, sin tensión, abandonado por su dueño.
Después, al que creían un demacrado muerto, le salió un lamento.
A prisa, dando bandazos de borracho por el orujo de la mar salada, acarrean Auro y Jairo el osario con pellejo. Les parece que se le va a desmembrar el esqueleto al resucitado. Entre todos, acomodaron al inconsciente, náufrago por dos veces, en el camarote del capitán Pacífico York a bordo del “Lobo de mar”. Amaranto, el cocinero, hizo de Sor Socorro, desnudó y lavó con mimo hospitalario al maniquí; le vistió con su propia muda de los domingos, como se amortaja a un amigo. Finalmente le acunó en el catre espartano, y abriéndole los sajados labios le dio unos chupitos de caldo de gallina caliente. Entre puchero y cacerola giraba visita al yacente. –¡Ahorra para morirse, este inconsciente!-, murmuró.


Capitán Nemo.