domingo, 26 de julio de 2020

Entra sin llamar.




              Verano parkinsoniano el del 20.
                      Isla Canela. Huelva.





             Veladura de una escena de playa.
     Frente a la Gola, allí, en la desembocadura,                           en la raya que marca
             un banco de caballas matuteras
   fue donde una celosa bala lusa asesinara a                          Antonio el marinero,
        el amor trágico de María la portuguesa.
        Esta tragedia romántica de frontera fue            musicada con aires contrabandistas por             Carlos Cano, en un fado coplero, éste sí,           eviterno, lo que no consiguió llegar a ser el                            amor al que canta.





                       Anillo de tormenta.





                         Fumarolas de luz.
                                   Cádiz.
   



             Un anuncio publicitario y vuelvo.

               Yodimina. Bronceado eficaz.
            Fórmula magistral. 69 céntimos.
                                  Cádiz.





            Cielo confinado en una fotografía.





   Cielo sevillano desdibujado tras el robo de                      una primavera veinteañera.





                     Tiesto sin patrocinador.






               Panza de tormenta sanguínea                                sobre la línea de las azoteas.





Mancha de pinos en un parque de Sevilla-Este
-al este del Edén- allí donde habitualmente
se agazapa la bujarrrilla de patas naranjas
-bujarrius ibéricus- al rececho de los visitadores que mejor la ojean y entienden.





             Trigal sin tigres, ni siquiera triste.
   Quiere decir algo ¿lo escuchas tú también?





                                Sólo sol.






                        El adoquín lapidario.

Vale que soportemos adherirse a nuestra faz los pegajosos chicles escupidos por vuestros caprichosos infantes, marcándonos de cicatrices por la dichosa Viruela del acetato vinílico, bueno está; y a veces, en las madrugadas de los fines de semana, aguantamos con estiocismo los distintos Nilos derramarse sobre nuestro atlas viario -incluso el Nilo Rojo de reyerta navajera-; no faltan tampoco los vómitos con tropezones de algún novio en la vísperas de su boda; pasen las micciones apremiantes, furtivas y etílicas al refugio de la oscuridad anónima. Entiendo la flojera prostática, tanto como un urólogo, ¿y su exhibicionismo juguetón haciendo el Mannneken Pis?, sé que es tan tentador como inevitable, me hago cargo; pero, lo que nos duele sobremanera es el paso zancudo de pasarela, de lucimiento, que señoras y señoritas, recién herrados sus pares de zapatos, afilados en el torno del zapatero sus astifinos tacones, nos clavan como rejones saeteados por las ballestas tensas de sus tangas en nuestros deslomados dorsos, hieren nuestras juntas intercostales de argamasa, que tendidas al sol mitigan los rigores de la ciática del mortero, o las siempre dolorosas contracturas por dilatación, habituales en todas las calles peatonales construidas por subcontratas de subcontratas.

Sólo nos alivian de nuestros achaques los riegos a manguera -a cañoterao decimos nosotos- que cerca ya del amanecer, nos regalan los Sumos Sacerdotes de las Bocas Hidrantes. Este bautismo diario, purificador, renovador e iniciático renueva nuestra fe en El Buen Paso, en el caminar despacio, en el errar sin yerro, aquello que nos enseñará nuestro Divino Señor del Adoquín Lapidario y del Callejón empedrado y su más egregio apostol San Émulo Royoduro antes de morir, lapidado por los fanáticos fieles heréticos y sectarios de la Iglesia Plástica y Polimérica de los Antepenúltimos Vinilos.

Nemo.





                      Cigüeña en el estero.
                          Punta del Moral.





                         Cormorán mantujo.


Fotografías: Markus Lieben.
Tiestos y texto El Adoquín Lapidario: Nemo.


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