5 de Abril de 1.976.
Amanece una fría
mañana de primeros de Abril, el lucero del alba parpadea aterido, y la luz del
alba recorta el perfil de una sierra umbría con mellas pétreas, dibujadas hace
milenios por fuerzas telúricas. Atlas terrenal memorizado a fuerza de
generaciones por lugareños plantados allí por sus ancestros, desde su
nacimiento hasta el ocaso de sus vidas y que no conocen otro horizonte. Ni
puta falta que les hace. Los paisanos, a esa temprana hora se abrigan con un
humeante tazón de achicoria con leche que migan con pan de ayer.
Es el Barrio de Abajo
donde más volutas de humo se ven elevarse de las chimeneas hasta perder su forma y mezclase etéreamente
con la neblina de la aurora, esa atmósfera, se percibe estanca, en suspenso,
pesada, con olor a leña de roble quemada y chicharrones recién fritos en
manteca de cerdo, listos para llenar la panza de las fiambreras, que luego, a media mañana, en los pliegues de
la sierra, al sol, será el combustible de los afanosos agricultores en sus
hercúleas labores. Aquí y ahora,
hormiguean ya la mayoría de los vecinos, laboriosamente, bajo los tejados de
sus Casas Baratas, cada uno en idéntico laberinto de estancias y pasillos, por
obra y gracia del Instituto Nacional de la Vivienda. Son faunos de yunta y
angarilla, son Princesas de las Trébedes, musas de mandil y zapatillas de guata
que trajinan de sol a sol, de luna a luna, unos declinan surcos de tierra
húmeda en la labor de primavera, y otras, despejan cacharros e incognitas en la
ecuación del día: es la faena, los oficios. Sobre ellos, las tejas de barro
bermejo que les cobijan visten la gala de una helada cenicienta.
En una alcoba, de las
tres con que cuenta cada una de las siamesas viviendas de VPO con su yugo y sus
flechas, bullen y se acurrucan bajo mantas Mora los pucheros de la respiración
de dos hermanos, comparten cama, y se hacen un ovillo cada uno en su lado del
lecho, orientándose cada cual a su punto cardinal (Levante y Poniente), sueñan
los dos que es sábado o que pueden dormir hasta el mediodía porque tienen algo
de fiebre. Despertados con caricias y un beso maternal, se desperezan.
Rápidamente, ambos, se aparejan la muda del día, doblada y dispuesta sobre el
cabecero de forja. Es ropa crecedera, con dobladillos extendidos y gastados, ya
sin doblez, rodilleras en las perneras de los pantalones y jerséis que lucen
zurcidos discretos en las coderas, son la heredad forzosa de algún primo mayor,
no de todos.
Las manos tersas y
templadas de su madre asean sus legañas, les bautizan y luego aran sus cabellos,
dibujándoles dos rayas anchas y blancas. Mientras, la palangana hace vahos
mañaneros sobre la cama.
Después, los dos
niños se abrazan a su tazón leche con cacao y mojan galletas María. Las
primeras palabras infantiles son monosílabos con frenillo y timbre de
monaguillo. Avíos a la cartera escolar: plumier, libros, cuadernos de alambre y
el oloroso bocadillo de chorizo para el recreo, envuelto en papel de periódico.
Es chacina de la última matanza, que tierna se orea y cura en el altillo, al
aliento del viento del norte.
Caminan
despreocupados a la Escuela. La madre coge con la diestra la mano del mayor, y
con la izquierda la de una niña con dos coletas, como de cinco años, y al
hermano mediano le aprieta con fuerza su mano, el hermano mayor, forman una cadena
con eslabones forjados sobre las brasas de un mismo hogar. Al mismo tiempo que
ellos cruzan la descarnada carretera, llena de parches de caminero, carraspea
la caja de cambios de un cuatro latas que anda al paso carretera abajo. Y en una
de las calles laterales que encierra el recinto escolar, una piara de cabras atufa de
aroma montuno el instante y siembran de cagarrutas la faz limpia del cemento
que cubre, desde hace bien poco, el secular empedrado de rollos del viario del pueblo:
actuaciones frenéticas de un plan de saneamiento en manos un alcalde
constructor.
Ronca de fondo el
caudal impetuoso del río, y en su avenida arrastra despojos de un otoño
antiguo, de un invierno fiero, en sus orillas apila maleza vegetal, ramas
arrancadas a robles, castaños, cerezos, olivos, además de zarzas, helechos y basura
desgarrada de plástico. En toda la largura del río, curso abajo, le escoltan
una galería fiel de alisos. Discurre cristalino y frío el raudal que asea
pulcramente su cauce y aliviaderos. Desde siempre dibuja su cuenca y desborda
de vez en cuando las costuras de un invierno lluvioso y de una primavera
que llega con retraso.
Suena el fatídico
timbre que anuncia el inicio de las clases. Aluvión de chiquillos con flequillo
y niñas con lazos de cintas en el pelo corren en todas direcciones, busca cada uno su
clase, su pupitre, sus compañeros, su Seño. Y sin más, a esa hora el sol ya colorea
de luz el inmenso telón de fondo de la sierra solana, donde se señala
puntillista, el verde de los olivos sobre el fondo todavía marrón y ocre de la
tierra. Tramoya vegetal de una estación.
Doña Paquita recibe a
sus alumnos a portagayola, vestida de luces de domingo junto al entarimado que
eleva su mesa, menuda y empaquetada en un grueso traje de invierno junta sus
pies del 35, y se balancea adelante y atrás sobre el medio tacón de sus
zapatos con hebilla dorada. Manos ensortijadas que frota sin descanso,
tintinean las cuentas y abalorios de sus pulseras al girar sus manos. Nos
sonríe a todos al entrar al aula. Recién salida del taller de chapa y pintura de
su tocador luce sus labios rojos, coloretes falsos de invierno, sombra de ojos
azul y mueve sin pereza sus ojos de gata escaldada. La coronan un peinado con
permanente y dos flus de laca, y entorno a ella un halo cosmético a polvos
mágicos, jazmín y lila. Tiene estampa de maestra de ciudad que cocina arroz
brillante.
En la pizarra, la
fecha del día, escrita con la letra pulcra y redondilla de la profesora: 5 de Abril
de 1.976. Sentados todos los niños, ella cierra la puerta.
--¡Buenos días,
niños!
--¡Buenos días, Señoritaaaa!—responde con tono de
tabla de multiplicar, a coro, la clase
entera--.
--Coged primero
vuestro cuaderno de lengua—continúa de carrerilla la maestra—vamos a ver los
deberes de ayer, la redacción que os mandé sobre un amigo vuestro. Vamos a leer
algunas, y luego mientras hacéis un análisis morfológico, os las corrijo. Bien.
Tú, Ernesto lee la tuya.
Nemogoroff-17.
3 de Abril de 1.976.
Fotografía: Markus Lieben.
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