miércoles, 14 de junio de 2017

Manuel El Crúo III. Rutinas.




El Crúo se sulfura con facilidad, en cuanto algo, o peor alguien, hace descarrilar su rutina de cafelito, su tostá sacramentada (aceite y jamón mediante) que se celebra diariamente con su señora, en Cá Frasco. Luego vuelta al ruedo de la Plazuela de Santa Ana a comprar el Marca o el Estadio Deportivo, según tercie. Mientras, Sina arrastra los pies y el dos ejes, el remolque del carrito de la compra camino del Mercado de Triana.

Diligenciado el hueco de la mañana entre darse un voltio, el mandao reglamentario y alguna charla siempre corta y con capote de paseo con los figurantes del barrio, se acerca al Empujón, que es la República del Serrín los días de lluvia y en verano, pues un parque eólico sin moscas. Allí, se arrima a la mesa que da a la ventana, y entre todos los tertulianos y José el camarero arreglan el Betis (aunque todos saben que no tiene arreglo). Paladea unos vinos de la casa, con altramuces o arvellanitas, esto queda al arbitrio del cantinero José, y escucha, atento o ido, las interpelaciones, dúplicas, réplicas, enmiendas y soliloquios de los miembros heterogéneos y pedestres que forman la Cámara de Peloteros del Empujón. Más tarde, envarado y encendido por los taninos, se deja ir a la hora del almuerzo a casa, sólo oír los clarines de cambio de tercio en el campanario de Santa Ana. Puchero. Siesta de telenovela y si hay que dar lo suyo a la Sina pues… para eso está de guardia localizada este año. Arreglar la jaula de Gorgorito. Se da un trote sin diapasón en su quejumbroso sillón mecedora. Penumbra y zumbido de ventilador. Al atardecer, descabalgado del balancín, rompen filas. Cese de costuras y tertulias radiofónicas. Se avían, él y su señora, y a la puta calle con capote de brega. A partir de aquí el abanico de posibilidades se concreta en acudir a algún velador acompañados de alguien o ir a Sevilla, a ver. Si hay plan, pues tapitas por El Arenal o La Alfalfa, que no, pues en Las Golondrinas les despacha su cuñado El Legía un vinito de pitarra y un par de tapas—¡Marchando una tapa de Puntas y una de Chipi!—

Entrada la noche, si la expedición regresa de la ciudad, con el mondadientes entre los labios, El Crúo lleva colgada de su brazo a Sina, deambulean al paso. Cruzan ambos el río recreándose, como exiliados. La muleta de la rebeca colgada del hombro, tras el último tercio. Apoyados en la baranda prisionera por candados juramentados, gozan la estampa de la ciudad plateada por la luna. Dan la espalda a propósito a la Torre Pelli, para mirar el cauce ancho y oscuro en su discurrir misterioso y ancestral hacia el Océano Atlántico y atlántido. El río estaba ahí cuando alguien de su barrio gritó al ver América --¡Tierra a la vista!—y seguirá allí cuando ellos se hayan ido. Aguas de fato marino. Destellos de farolas cobrizas y semáforos nerviosos. Y luego, catre, ventana abierta y ventilador. Dos cuerpos tendidos en la oscuridad de la noche comban el somier laxo de nudos de acero, que refuerza una tabla de conglomerado sin doblez ni edad. Más cosas.
                                                                                                                                   Debería seguir.
McNemoss. 

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