sábado, 8 de agosto de 2020

Introito agostí de Eme. En este bizarro estío cuento con tu astío, y tú, con mi falta de estilo.

                      


Antes él era una pinturita, ahora, sólo una sombrita.
En todo lo alto, cincuenta palos, verdugones de la vida que lleva marcados en su cruz de Tarzán, ya sin Jane ni mona Chita. Su reino agostí, un sofá-cama color ceniza, o cenicero más bien, porque Emeterio parece una colilla apagada cuando se tumba en él -su tez acarbonillada ayuda a comprar está metáfora en el Rastro Retórico de las Fábulas y Alegorías-.

De chavea, no veas, era capaz de vender peos al peso. ¡Más vivo era la criatura! A su madre la recuerdo arrimada al corro de tejedoras que todas las tardes se formaba en mi calle, a la sombra, junto al cancho que le saca barriga pétrea a su vivienda -la casa del cancho-, y también la rememoro más que harta del demonio de crío, al que ataba, cada dos por tres con una guita del tendedero a la silla de enea sobre la que, sentada, hacía tapetes de ganchillo a destajo, atenta al tejemaneje infinito del hilo, a meter baza en la cháchara de las vecinas, y al dichoso niño que parecía que tenía hormiguillo -Eusebia dixit-.


Mi calle y la casa del cancho.


Y Eme, futuro Caco, cuatrero de rameras, sedentario y de secano, juega y destroza con gratuidad infantil la caja de zapatos Gorila agujereada con un lapicero, es en esta celda de cartón donde sus desdichados gusanos de seda deshacen ya su ovillo de Penélope y testamentan al sentir llegada su hora; luego, probablemente serán la merienda de Zipi y Zape -dos canarios de sexualidad confusa- que brincan en la jaula colgada de una alcayata en la fachada de la casa del cancho. Aquelarre y Auto de Fe -a la misma vez, que diría Manué- de este sádico con dientes de leche y rodillas con postillas maquilladas con mercromina.

A su madre, María de la Ola Guas Reondo, la Olla o la del Cancho, como la nombran en el barrio, la hizo pasar un quinario desde el ya del parir, y le avinagró su vivir con una crueldad tan innecesaria, tan innecesaria. Un poner -que diría la Eusebia- aquella vez que Eme, reo de guita en el corral y cuyo encargo materno era jiñar en el orinal para comprobar si las lombrices, que a menudo padecía, habían desaparecido ya. Pues nada, que hecha la puesta de detritos en su bacín de loza descascarillado, supongo que se imaginó estar en un claustro de una villa florentina, y ser, qué sé yo, un Barceló desatado en un lodazal de Mali o un Miguel Ángel sin ángel ni cristo, mismamente; además, la criatura, sin tener noticias del miedo creativo a la pared en blanco, y a dos manos, enmarronó de quimo con lambrijas de intestino las paredes del corral hasta donde le alcanzaban sus cuatro años, y a Toby, su perro de aguas lo coloreó de marrón diarrea, del tono justo de Bola de Nieve, el can simpsoniano. 
El chucho sucio ya de por sí, ahora era pestilente, y se relamía con delectación sus cuartos traseros y el pijo si se me permite, a base de lengüetazos luengos. Y Emeterio, la eme de este relato, quieto, en el punto muerto ése de después; vacío, contempla el fresco y se dispone a firmar ya su obra con la escobilla del váter en la zurda, su diestra mano, justo al pie del inmaculado tendedero donde milagrosamente, e incólume, se orea la colada, ajena a aquél tornado de mierda con lombrices. Cuando en este clímax artístico de libro -ejemplo de paroxismo creativo depositivo- entra en escena la prima donna, Doña Olla. Su parusía aristofánica acontece al rasgar su oronda humanidad el ondulante abanico que forma la cortina de palitos de mimbre coloreados y que se ve en el lateral derecho del escenario -se ha de escuchar tintineo de palitos secos batirse entre sí-. Entrada enérgica, mandil al viento, ondeando el delantal el blasón heráldico de la familia: un cancho ovoide entre una olla y al otro lado un cebollino y un nabo, y sobre el grupo de figuras una corona de espinas, para completar el escudo de armas, a todo el conjunto le rodea una cadena color plata -Nótese, por favor, el simbolismo que quizá explique más adelante algo, o no, pudiera ser una de las típicas tomaduras de pelo del infraescrito-. Parada repentina de la del cancho al contemplar la magnificencia de la obra aún fresca, porque sus parásitos culebrean emparedados. Manos a la boca de la madre. Eme, el maldito artista, al oír el primer grito de su progenitora se gira dando la espalda al recién decorado zócalo y echa a correr, escobilla en ristre, para arrojarse de bruces en el regazo de su madre. Horror en el gesto de la madre. Peste a porquería. Y, para redondear, se escucha de fondo en una radio "Cambalache" de Enrique Santos Discépolo.
-premonitorio sin duda-.
Foto final fija del momento que congela a los actores, a cada uno en su crítica hora, y a ti también, estupefacto lector.  Fin de este escatológico introito.

Apoteósis de un bacín lleno. Zacatúas de Fase Anal.
                                   Nemo.


                      " ...Que es lo mismo el que labura
                        noche y día como un buey,
                        que el vive de los otros,
                        que el que mata, que el que cura,
                        que el que está fuera de la ley.

                              Enrique Santos Discépolo.
                                         "Cambalache".
                                                    

Dibujos: Nemo.
Fotografía: Markus Lieben.
Introito agostí de Eme: Nemo.


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