sábado, 22 de agosto de 2020

Buchetta del vino.



En el siglo XVI, los Medicis, que eran unos
aguilillas en los negocios, y para ganarse a las más importantes familias nobles de su zona de influencia, El Gran Ducado de la Toscana, les concedieron a estos segundos el privilegio de vender vino de producción propia sin pagar impuestos -inventaron inopinadamente, las vacaciones fiscales, a las que ahora tan aficionados son los parásitos fiscales, digo, los paraísos fiscales, y también, alguna norteña Comunidad Autónoma española-.
¿Me entiendes? que diría La Princesa Poligonera.

Volvamos un momento a donde estábamos, a cinco siglos atrás. Ya está. Olvidada la digresión. Dejamos a los criados en el trasiego de vino. Vale. Pero, este comercio -según la ordenanza recién creada- había de hacerse através de una pequeña ventana, de unos 30/20 centímetros que se abriría en los infranqueables muros de sus palacios renacentistas, a la altura del codo humano, la buchetta del vino, la llamaron. Tanto la altura como las dimensiones de ésta son relevantes, para que no hubiera equívocos en la distópica y dubitativa percepción de los ebrios, y así pudieran diferenciarlas, sin lugar a dudas, de las nobles y blasonadas entradas de los Palacios.

"Antes verás pasar un pobre por una buchetta del vino que por la puerta del Palazzo Vecchio", me han dicho que se oía decir entonces por la infecta Piazza della Signoria.

Éxito de público y ventas: los nobles ganaban dinero en tiempos difíciles, florecían los florines sin pagar impuestos -un clásico- y el pueblo, los plebeyos, compraban vino sin el recargo oneroso de intermediarios y taberneros.

Además, pasado aproximadamente un siglo de esta genial idea de Cosme I, inmersa Italia entre 1.630 y 1.633 en una pandemia de peste bubónica que diezmó Europa y en la que se calcula fallecieron más de un millón de italianos ¡Equilicuá! estos discretos ventanucos resultaron ser una medida muy eficaz para evitar el contagio de la peste negra: el comprador del chianti, brunello, moscadello o rosso depositaba las monedas en un platillo que recogido hacia el interior era desinfectado con vinagre y los tenedores de estómagos hidrópicos disponían del equivalente en vino; total, se evitaba todo contacto interpersonal, se comerciaba, o sea, se ingresaban florines sin riesgo de contraer la peste, y el sediento, olvidaba con la embriaguez del morapio, la segura y inexorable pérdida de familiares infectados de bubones, y a lo peor, la suya propia. Ingenio renacentista.
Debieron pensar algo así:

"Signore, ora chiudiamo la porta di Palazzo
e aprire la buchetta del vino
per riempire di monete il nostro portafoglio
e le strade di ubriacos o morto in silenzio".

Nemetto della Ballena.

Hoy, 17 de Agosto del año 2.020, los florentinos, atosigados durante meses por la epidemia del coronavirus, se han acordado de las buchettas del vino, y las 150 aproximadamente que aún quedan, se abren nuevamente después de siglos cerradas. Ahora, a través de ellas, se despachan helados, penne para evitar la pena de morirse hambriento y con el maldito bicho, pan, bebidas, billetes de entrada a la casona palaciega que seguro que ahora es un museo, y son sólo de ida, claro, por si acaso.
En fin, siguen siendo tan eficaces y útiles como en el Renacimiento.

Va bene, debo ammertterlo, bravissimo Cosimo!

Nemo.

Fotografía: Markus Lieben.
Tiesto y texto: Nemo.
Poenema: Nemetto della Ballena y Nemo, a pachas, digo.
Localización: una calle de Florencia.

P.D.
Se admite sonreír. 

sábado, 8 de agosto de 2020

Introito agostí de Eme. En este bizarro estío cuento con tu astío, y tú, con mi falta de estilo.

                      


Antes él era una pinturita, ahora, sólo una sombrita.
En todo lo alto, cincuenta palos, verdugones de la vida que lleva marcados en su cruz de Tarzán, ya sin Jane ni mona Chita. Su reino agostí, un sofá-cama color ceniza, o cenicero más bien, porque Emeterio parece una colilla apagada cuando se tumba en él -su tez acarbonillada ayuda a comprar está metáfora en el Rastro Retórico de las Fábulas y Alegorías-.

De chavea, no veas, era capaz de vender peos al peso. ¡Más vivo era la criatura! A su madre la recuerdo arrimada al corro de tejedoras que todas las tardes se formaba en mi calle, a la sombra, junto al cancho que le saca barriga pétrea a su vivienda -la casa del cancho-, y también la rememoro más que harta del demonio de crío, al que ataba, cada dos por tres con una guita del tendedero a la silla de enea sobre la que, sentada, hacía tapetes de ganchillo a destajo, atenta al tejemaneje infinito del hilo, a meter baza en la cháchara de las vecinas, y al dichoso niño que parecía que tenía hormiguillo -Eusebia dixit-.


Mi calle y la casa del cancho.


Y Eme, futuro Caco, cuatrero de rameras, sedentario y de secano, juega y destroza con gratuidad infantil la caja de zapatos Gorila agujereada con un lapicero, es en esta celda de cartón donde sus desdichados gusanos de seda deshacen ya su ovillo de Penélope y testamentan al sentir llegada su hora; luego, probablemente serán la merienda de Zipi y Zape -dos canarios de sexualidad confusa- que brincan en la jaula colgada de una alcayata en la fachada de la casa del cancho. Aquelarre y Auto de Fe -a la misma vez, que diría Manué- de este sádico con dientes de leche y rodillas con postillas maquilladas con mercromina.

A su madre, María de la Ola Guas Reondo, la Olla o la del Cancho, como la nombran en el barrio, la hizo pasar un quinario desde el ya del parir, y le avinagró su vivir con una crueldad tan innecesaria, tan innecesaria. Un poner -que diría la Eusebia- aquella vez que Eme, reo de guita en el corral y cuyo encargo materno era jiñar en el orinal para comprobar si las lombrices, que a menudo padecía, habían desaparecido ya. Pues nada, que hecha la puesta de detritos en su bacín de loza descascarillado, supongo que se imaginó estar en un claustro de una villa florentina, y ser, qué sé yo, un Barceló desatado en un lodazal de Mali o un Miguel Ángel sin ángel ni cristo, mismamente; además, la criatura, sin tener noticias del miedo creativo a la pared en blanco, y a dos manos, enmarronó de quimo con lambrijas de intestino las paredes del corral hasta donde le alcanzaban sus cuatro años, y a Toby, su perro de aguas lo coloreó de marrón diarrea, del tono justo de Bola de Nieve, el can simpsoniano. 
El chucho sucio ya de por sí, ahora era pestilente, y se relamía con delectación sus cuartos traseros y el pijo si se me permite, a base de lengüetazos luengos. Y Emeterio, la eme de este relato, quieto, en el punto muerto ése de después; vacío, contempla el fresco y se dispone a firmar ya su obra con la escobilla del váter en la zurda, su diestra mano, justo al pie del inmaculado tendedero donde milagrosamente, e incólume, se orea la colada, ajena a aquél tornado de mierda con lombrices. Cuando en este clímax artístico de libro -ejemplo de paroxismo creativo depositivo- entra en escena la prima donna, Doña Olla. Su parusía aristofánica acontece al rasgar su oronda humanidad el ondulante abanico que forma la cortina de palitos de mimbre coloreados y que se ve en el lateral derecho del escenario -se ha de escuchar tintineo de palitos secos batirse entre sí-. Entrada enérgica, mandil al viento, ondeando el delantal el blasón heráldico de la familia: un cancho ovoide entre una olla y al otro lado un cebollino y un nabo, y sobre el grupo de figuras una corona de espinas, para completar el escudo de armas, a todo el conjunto le rodea una cadena color plata -Nótese, por favor, el simbolismo que quizá explique más adelante algo, o no, pudiera ser una de las típicas tomaduras de pelo del infraescrito-. Parada repentina de la del cancho al contemplar la magnificencia de la obra aún fresca, porque sus parásitos culebrean emparedados. Manos a la boca de la madre. Eme, el maldito artista, al oír el primer grito de su progenitora se gira dando la espalda al recién decorado zócalo y echa a correr, escobilla en ristre, para arrojarse de bruces en el regazo de su madre. Horror en el gesto de la madre. Peste a porquería. Y, para redondear, se escucha de fondo en una radio "Cambalache" de Enrique Santos Discépolo.
-premonitorio sin duda-.
Foto final fija del momento que congela a los actores, a cada uno en su crítica hora, y a ti también, estupefacto lector.  Fin de este escatológico introito.

Apoteósis de un bacín lleno. Zacatúas de Fase Anal.
                                   Nemo.


                      " ...Que es lo mismo el que labura
                        noche y día como un buey,
                        que el vive de los otros,
                        que el que mata, que el que cura,
                        que el que está fuera de la ley.

                              Enrique Santos Discépolo.
                                         "Cambalache".
                                                    

Dibujos: Nemo.
Fotografía: Markus Lieben.
Introito agostí de Eme: Nemo.


domingo, 2 de agosto de 2020

Miedo.




                                   Miedo.

                  Fotografía: Markus Lieben.